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14 May, 2010 / gotarkitecture

Llenos y Vacios

Llenos y Vacíos en la Arquitectura.

Llenos y vacíos es una dialéctica de contradictorias, ideas que permanecen juntas, expresiones, visiones, situaciones.
Lo opuesto entrelazándose, lo disímil conviviendo. Los opuestos en uno solo.
Vacío es escasez, indigencia, despojo, lleno es abundancia, exceso, literalmente, vacío se asocia a silencio, lleno se relaciona con énfasis, vociferación.

Lo vacío puede exigir ser llenado, rebosadamente verbalizado desde la exuberancia de una palabra que testimonia, recuerda o fantasea. Los llenos y vacíos se perciben de muchas maneras esto es un tema complejo es mas fácil sentirlo que decirlo, muchos de nosotros, todos nosotros hemos percibido lo que son llenos y vacíos tanto físico como espiritualmente, quien no ha sentido alguna ves vacío en su vida o se ha sentido lleno, copado de plenitud, quien ha observado arquitectura que prescinda de esta complejidad, la ausencia sola o la sola presencia, o ambos en un ritmo que produce esa tonada en su fundición.
Cuando hablamos de la configuración del vacío, estamos expresándonos de una manera, tal vez excesivamente profesional y este bien aclarar que el vacío no es el continente que no tiene nada, en rigor decimos vacío contraponiéndolo al lleno.
Podemos entonces usar como sinónimos
De lleno — construido
De vacío — sin construir.
Sin construir en los términos habituales de paredes, techos que no es lo mismo que sin configurar utilizando como «materiales «para esta instancia el borde-linde de lo tectónico , los espacios de transición y la vegetación.
Es que es esencial entender que cuando decimos configurar el vacío en realidad estamos diciendo concebir el espacio entre volúmenes construidos con una fuerte voluntad de apropiación del suelo-cielo, esto es una decidida y firme voluntad paisajística adecuada a la actividad que en ellos se va a realizar.
Asi el vació deja de ser la nada y se troca en un todo pleno de complejidades donde lo Vital cobra fuerte relevancia.
Así entendemos que el Vacío no es un mero espacio remanente.
No es lo que queda sin llenar, (sin construir).
Así entendemos que nuestra facultad es de arquitectura y urbanismo y que el urbanismo de lo rural es el paisaje de lo no construido……de los vacíos… de la vasta pampa, de la total cordillera.
Reinterpretar la condición de Figura y Fondo, invirtiendo la visión habitual es el desafío de este momento de nuestro aprendizaje.
El fondo es figura y la figura es fondo.
El fondo es construido lleno
La figura vacío «sin construir»

En el último cuarto de siglo venimos presenciando una paulatina transformación de las ciudades latinoamericanas y sus espacios como resultado de una serie de fenómenos sociales, culturales y tecnológicos nuevos. Si tenemos en cuenta la relación entre la modernidad, la cultura urbana, el surgimiento de la esfera pública y el ejercicio de la ciudadanía, está claro que tales transformaciones sientan las bases de una nueva forma de organización social, de un nuevo modelo cultural, que unos llaman la postmodernidad, otros la globalización y otros, simplemente, la cultura tardo-capitalista o neoliberal.

De entre todas estas transformaciones quizás la más notable, dramática y emblemática sea la modificación sustancial del espacio social a causa de la apropiación del espacio público a manos privadas, y que aquí se intenta evocar mediante la imagen del «asalto al espacio público». ¿En qué consiste dicho «asalto»? ¿Qué nuevos espacios han venido a ocupar el lugar del espacio público? ¿Cuáles son las nuevas agencias y fuerzas sociales (tanto nacionales como extranjeras) que han pasado a gobernar el espacio social y cultural? ¿Cómo ha afectado esto la vida cotidiana, las relaciones sociales, la cultura, la política, las tecnologías del cuerpo, el imaginario social?

Reflexionar sobre el espacio público obliga a pensar el espacio como recurso, como producto y como práctica (sensual, social, política, simbólica). La apropiación y utilización particular del espacio (tanto a nivel material como simbólico) así como la transformación de los espacios existentes y la producción de espacialidades inéditas, en correspondencia con distintos proyectos culturales «emergentes» y en pugna.

Para pensar el espacio público los arquitectos suelen representar la ciudad como un fondo negro (espacios llenos) con figuras blancas sobre fondo negro (espacios públicos excavados en la trama urbana). Aumentando el grado de detalle, luego descubrimos que en los espacios «llenos» también hay algunos «vacíos» (vestíbulos, corredores, patios) en los que tienen lugar contactos y encuentros sociales; y que en los espacios abiertos también hay objetos o figuras negras (cafés al aire libre, quioscos, monumentos).

Pensado en esos términos, el asalto al espacio público supone una alteración fundamental de las proporciones y la relación entre figura y fondo, llenos y vacíos, en sus usos y significados, en sus texturas y equipamientos, con el consiguiente surgimiento de una espacialidad invertida, deshumanizada, parcialmente descorporeizada, compleja, engañosa, y por cierto, irreductible a una representación geométrica simple.

En efecto, cuanto más lo pensamos descubrimos que hay espacios «vacíos» (estacionamientos, lugares públicos abandonados, grandes espacios abiertos, avenidas) que en realidad son inservibles como espacios públicos; espacios «llenos» que en realidad son públicos y albergan relaciones sociales (bibliotecas, teatros públicos, salas de exposiciones); y otros en apariencia públicos (cines, ómnibus, templos religiosos, centros de enseñanza privada, shoppings), donde se congrega o se forma el público, pero que en realidad no son verdaderamente públicos.

Una conceptualización más precisa todavía, capaz de captar el tipo de transformaciones sutiles que están ocurriendo hoy en día, debería, así mismo, dar cuenta de una serie de espacios «mixtos», «intermedios», «de contacto» y «de paso» (la ventana, el club, la escuela, el ómnibus, la parada del ómnibus, el walkman, el computador, el televisor en medio del living) cuyo análisis formal y de los modos reales de uso resultan vitales a la hora de sacar conclusiones.

Un caso singularmente peculiar y problemático es «la casa», que a pesar de ser una esfera eminentemente privada, primero, la sociedad la atraviesa de muchas maneras; segundo, es escenario de un conjunto de eventos sociales; y tercero, por otros medios (el periódico, la radio, la televisión, el casetero, la computadora), surge en su interior otra especie de espacio público.

En este sentido quizás haya que preguntarse ¿cuáles son las implicaciones de este traslado de lo público a lo privado? ¿Qué nuevos agentes intervienen y regulan las relaciones sociales trasladadas al terreno «privado»?

Porque, en definitiva, lo más preocupante respecto al «asalto a lo público» no es tanto la apropiación personal de lo público (lo cual sería una forma de democratización) sino el vaciamiento y deterioro del espacio social, la desaparición de un conjunto de formas que favorecían el relacionamiento social y la vida democrática, y su contracara, el modo en que un conjunto de grandes corporaciones transnacionales ha ido apropiándose de los espacios sociales y culturales, y ha pasado a hegemonizar práctica y simbólicamente la formación del público y de la opinión pública.

Ahora bien, uno de los riesgos de todo análisis formal es el reduccionismo y el determinismo formal (suponer que una forma por sí sola, automáticamente, impide o conduce a determinados usos y significaciones) a expensas de un análisis del uso del espacio, de las prácticas espaciales concretas y de la producción de sentido a partir de experiencias particulares; una forma apropiada es necesaria pero no es suficiente. Un fenómeno político, social, económico o cultural puede perfectamente sobre determinar todo tipo de condicionante formal. Sin embargo, el riesgo de signo opuesto es pensar que cualquier forma sirve a cualquier función. Es difícil imaginar ciertas prácticas (cotidianas, sociales, productivas, recreativas) independientemente de determinadas formas, más apropiadas que otras, para hacer posibles ciertos usos y significaciones.

En este sentido, «el asalto del espacio público» se traduce en el desplazamiento de espacios y prácticas espaciales que favorecen las relaciones sociales y el crecimiento de una esfera pública sana (libre, sofisticada, inclusiva) y el aumento de espacios inservibles y formas hostiles, que distorsionan, inhiben y obstaculizan su desarrollo.

El tiempo que nos envuelve, los espacios que habitamos. Verbalización de la ciudad, del tema urbano. “Nada de cuanto somos puede explicarse sin la ciudad”, ha dicho José Balza. Desde luego, Caracas no es Venezuela pero mucho de lo que es la Venezuela de hoy no podría entenderse si no se comprendiese esa suma de distorsiones, esa permanente multiplicación de in conclusiones que es Caracas. Símbolo de la moderna Venezuela, Caracas pareció convertir su propio caos en distintiva característica de una contemporaneidad nacional. En las contradicciones caraqueñas, con sus muy efímeras permanencias y sus muy desdibujados linderos, parecieran encarnar las contradicciones de Venezuela toda. Nuestra ciudad capital es, sobre todo, confusión. Pareciera crecer a saltos y en el sobresalto. Es caos incesante, hacinamiento desarticulado. Hasta hace poco pueblerina y hoy urbe cosmopolita, en Caracas parecen cruzarse muchos caminos. Los linderos caraqueños crecen sin cesar y abarcan más y más de los espacios de su envolvente valle. Rodeada por una profusión de autopistas que, más que comunicarla, la dividen irreconciliablemente, Caracas vive constantemente inmersa en un tráfico automotor, algo que hizo que alguien la definiese alguna vez, de “gigantesco estacionamiento”.

La ciudad suele ser verbalizada, también, desde algunos de sus rasgos más negativos: marginalidad, miseria, violencia… Espacios citadinos mostrados, revelados desde la perspectiva de barriadas periféricas donde proliferan muchísimos ranchos que han llegado a convertirse en visión infaltable dentro de la actual geografía urbana venezolana. El rancho es un espacio perturbador, tal vez el más contradictorio de todos los espacios presentes en medio de nuestra bonanza petrolera. País portátil alude a la miseria de las barriadas caraqueñas; descritas, por ejemplo, como una grotesca imagen turística que viajeros extranjeros vienen de muy lejos a contemplar y a fotografiar: “Se ven mejor los ranchos: variedad, novedosa incorporación de materiales, latones que suenan bellamente cuando cae la lluvia, tablas con letras rojas y los baldes y las latas de agua en las cabezas, hacen mover la luz.”

Se describe lo urbano como dinamismo, fuerza violenta, desasosegante ebullición; código de la ciudad cosmopolita que pareciera lucir próxima a todas las modas y novedades que llegan de afuera y que, rápidamente, ella hace suyas. Esa alusión incluye frecuentes referencias a un contraste entre la vitalidad de lo urbano y el sopor de la provincia. Ciudad y provincia distanciadas por tiempos diferentes: viajar entre Caracas y el interior de Venezuela es regresar en el tiempo; un ir y venir entre épocas disímiles. En su novela D (“D” de delta: el Delta del Orinoco, desembocadura del gigantesco río en medio de una exuberante confusión vegetal y acuática) José Balza ubica en las selvas que rodean al Orinoco, en el sur del país, el contrapeso absoluto a la rapidez y el desasosiego caraqueños. Allí la naturaleza se adhiere a los objetos imponiéndoles su propia quietud, su grandeza, su ritmo. Un personaje de la novela, famoso locutor de radio, se traslada a esas selvas para desaparecer definitivamente de la vista y de la memoria de todos: “Porque todo lo he tenido, y a todo renuncié lentamente, queriendo saber qué pasaría al despojarme”. Viajar al Delta es desvanecerse al interior de una inmensidad que, simbólicamente, pareciera revelar al personaje su propio desvanecimiento individual.

Es la divergencia entre lo afirmativo: madre, pueblo, infancia; y lo negativo: padre, inconsistencia, adultez. La madre, el pueblo y la casa de la infancia son los signos de viejos asideros que, definitivamente, fueron perdiéndose. El padre, la errancia, la confusión urbana serían los atributos de un presente de extravío. Contraste entre un origen provinciano al que no es posible regresar y un desconcertante presente citadino del que resulta imposible escapar. Sin embargo, a la postre, prevalece el planteamiento de que tanto la provincia como la ciudad se asemejan en la misma confusión de sus signos. Que la insatisfacción y la desorientación están presentes tanto en una como en la otra, y que ninguno de los personajes logra, a fin de cuentas, extraerse a ellos: “Cuán lejanos sintió a su aldea, a los amigos del Liceo: y sin embargo, cuanta proximidad entre ellos y estos desconcertantes y simples tentáculos de la ciudad”, leemos en Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar.

Contraste de espacios, pero, a la vez también, semejanzas; de alguna manera: oposición espacial y similitud ambiental. El propio Balza, oriundo del Delta del Orinoco, llegó a Caracas siendo muy joven. El trepidante ritmo de la ciudad lo maravilló y, a la vez, lo aterró. Deslumbramiento y rechazo, atracción y repulsa. Balza ha comentado que, con regularidad, precisa alejarse de Caracas para regresar a su Tucupita natal. Que necesita vivir en la ciudad pero que también necesita alejarse de ella. Y que lo mismo le sucede después de un tiempo transcurrido en la provincia. Alejarse de la ciudad y alejarse del pueblo: los dos, por igual, terminan por confundir; en una y otro encarnan la desorientación.

Otra razón novelesca para “llenar” desde la memoria: conjurar la indiferencia, recordar eso que pareciera no haber sucedido o no haber interesado nunca a nadie. En Venezuela los recuerdos suelen ser también vacío. Vacío de lo que nunca importó. Vacío de lo que casi todos ignoran. En D, Balza evoca una serie de sucesos relacionados todos con la historia del río Orinoco: la llegada de Colón a la desembocadura del Delta; luego, treinta años después, la travesía del gran río por Diego de Ordaz y, más tarde, el arribo de Lope de Aguirre y de Walter Raleigh; y, finalmente, los minuciosos testimonios del sacerdote jesuita Gumilla durante sus viajes por el sur del país a finales del siglo XVIII, una distancia de poco más de doscientos años, en modo alguno excesiva, pero que en Venezuela pareciera ser abrumadora; en todo caso, suficiente para haber sepultado al personaje y a sus peripecias en el más absoluto olvido. Nadie en Venezuela, concluye Balza, recuerda nada de esto. Balza convierte todas estas imágenes en vivacidad poética. Con su palabra, muestra que nombrar es resucitar; un traer de vuelta lo olvidado, un llenar el vacío del olvido y del desinterés, un cubrir con significados vivos un tiempo muerto, un poblar de personajes y anécdotas y leyendas y poesía un espacio hueco.

Otra posibilidad de la fantasía que memoriza: cubrir el vacío de los artificiosos rituales adheridos al recuerdo histórico; y soslayar, de paso, los frecuentes consejos pedagógicos relacionados a ese recuerdo. En suma: conjurar el vacío de las idolatrías y de los ritos. Traer el pasado hacia nuestro presente para hacerlo vivir en medio de las comprensiones y los signos de este presente. Ésos fueron los propósitos que llevaron al psiquiatra y novelista Francisco Herrera Luque a escribir su novela Los amos del valle: una peculiar versión del largo primer momento del origen del país. En el universo de esta novela dos esenciales protagonistas viven y actúan: de un lado, los aristócratas mantuanos, las veinte familias descendientes de los primeros pobladores de la región, los “Viajeros de Indias” que llegaron a Venezuela a comienzos del siglo XVI; del otro, el resto de la población venezolana: blancos recién llegados o “blancos de orilla”, pardos, mulatos, indios, negros esclavos.

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